Articulo de Ken Wilber. publicado en Kairos.
INTEGRACIÓN DE LA SOMBRA.
Al principio de su carrera como «Médico de los nervios», Sigmund Freud se desplazó a Nancy, en el este de Francia, para presenciar los trabajos del célebre hipnotizador: Dr. Bernheim.
Lo que Freud vio acabaría por moldear todas las corrientes principales de la psicoterapia occidental, desde Adler hasta Jung, la terapia Gestalt y Maslow.
En un experimento típico realizado por Bernheim, se llevó al paciente a un trance hipnótico profundo y a continuación se le dijo que: “Cuando se le hiciera una señal determinada, cogiera un paraguas que se encontraba junto a la puerta, lo abriera y lo levantara sobre su cabeza. Cuando se dio la señal, el paciente hizo exactamente lo que se le había indicado. “
Más tarde, el médico le preguntó al paciente por qué había abierto el paraguas dentro de la sala y éste le respondió de un modo perfectamente razonable:
«Deseaba averiguar a quién pertenecía».
El paciente realizaba un acto, pero a decir verdad no tenía la más remota idea del porqué.
En otras palabras, el paciente tenía definitivamente una razón para abrir el paraguas, pero no estaba enterado de la misma; su verdadera razón era inconsciente y obedecía a fuerzas que al parecer no estaban en su mente consciente.
Freud elaboró por entero su sistema psicoanalítico alrededor de esta introspección básica, según la cual: El hombre tiene necesidades o motivaciones de la que es inconsciente.
Ahora bien, debido a que dichas necesidades o instintos son inconscientes, el individuo no está plenamente enterado de los mismos y, por consiguiente, nunca puede actuar en consecuencia con ellos para obtener satisfacción.
En resumen el hombre no sabe lo que quiere, sus verdaderos deseos son inconscientes y, por consiguiente, nunca son adecuadamente satisfechos.
La consecuencia son las neurosis y las «enfermedades mentales», ya que es como si uno fuera completamente inconsciente del deseo de comer, y nunca supiera que tiene hambre y, por tanto, jamás comiera, con lo que, sin duda, enfermaría gravemente.
Ésta es una idea extraordinaria, cuya esencia se ha visto confirmada repetidamente en observaciones clínicas.
Sin embargo, el problema estriba en que, si bien todo el mundo coincide en que el hombre tiene necesidades inconscientes, nadie se pone de acuerdo en cuanto a cuáles son dichas necesidades.
La confusión empezó con el propio Freud, que cambió tres veces de opinión en cuanto a la naturaleza de los deseos o instintos del hombre.
Al principio creyó que se trataba del sexo y la supervivencia, a continuación pensó que era el amor y la agresión, y por fin afirmó que eran la vida y la muerte.
Desde entonces, los psicoterapeutas no han cesado en su empeño por descubrir las «verdaderas» necesidades del hombre. Tanto si las denominan necesidades, como instintos, deseos, impulsos, o motivaciones, se refieren a lo mismo.
Así O.Rank creyó que se trataba de la necesidad de una voluntad fuerte y constructiva; para Adler era la búsqueda de poder; en el caso de Ferenczi, la necesidad de amor y aceptación; para K.Horney, la seguridad; para Sullivan, satisfacciones biológicas y seguridad; para E.Fromm, la necesidad de significado; F.Perls creía que se trataba de la necesidad de crecer y madurar; para C.Rogers, autopreservación y mejora; para Glasser, la necesidad de amor y autoestima; etcétera, etcétera.
No es nuestra intención aumentar la confusión agregando lo que, a nuestro parecer, son las «verdaderas necesidades» del hombre, ya que aunque las distintas escuelas de psiquiatría y psicoterapia postulen necesidades humanas esencialmente diferentes, todas coinciden en la misma premisa básica:
Que el hombre es inconsciente de ciertos aspectos de su yo, y está aislado de los mismos o mantiene escasa comunicación con ellos.
Esos aspectos de su yo, de los que el hombre está aislado, es lo que hemos denominado Sombra y a continuación nos proponemos explorar algunos de los métodos más viables, mediante los cuales el hombre puede ponerse de nuevo en contacto y acabar por ser nuevamente dueño de su enajenada sombra.
Esto significa, en otras palabras, intentar reunir la persona, o autoimagen inexacta, con la sombra, o facetas aisladas del yo, a fin de desarrollar una autoimagen precisa y aceptable: el ego.
Sin embargo, no nos limitaremos a exponer estas terapias del nivel egoico, ya que existe en la actualidad un auténtico zoológico de técnicas, sistemas, métodos, escuelas y disciplinas psicoterapéuticas, lo que en sí no es necesariamente lamentable, ya que, como pronto será evidente, hay una buena razón para que existan tantas escuelas diferentes.
Pero el quid del problema, tan acuciante para el profesional como para el lego, consiste en discernir alguna semejanza de orden y estructura sintetizadora en este vasto complejo de sistemas psicológicos distintos y frecuentemente contradictorios.
Ahora creemos que, utilizando como modelo el espectro de la conciencia, puede realmente demostrarse dicho orden oculto.
Una de las principales afirmaciones es que la conciencia, el universo no dual, puede aparentar que funciona en distintas aunque continuas modalidades, estados o niveles.
Con la utilización de este modelo, estamos convencidos de que es posible integrar, de un modo bastante amplio y coherente, no sólo las principales escuelas de psicología y psicoterapia occidentales, sino también los conocidos como enfoques «orientales» y «occidentales» de la conciencia.
Ya que si hay algo de verdad en el espectro de la conciencia y en las grandes tradiciones metafísicas que coinciden unánimemente con su tesis básica, pasa a ser inmediatamente evidente que cada una de las principales aunque distintas escuelas de «psicoterapia», se dirigen simplemente a un nivel diferente del espectro de conciencia.
Por consiguiente, la razón primordial de que existan tantas escuelas de psicología diferentes y no obstante aparentemente válidas, no es, como generalmente se supone, que todas consideren el mismo nivel de la conciencia y lleguen a conclusiones contradictorias, sino que se dirigen a distintos niveles de la conciencia y llegan, por tanto, a conclusiones complementarias.
Así se empieza a discernir cierto método en esta algarabía de innumerables sistemas psicológicos aparentemente contradictorios.
Si estamos de acuerdo con las grandes tradiciones metafísicas en que la conciencia es pluridimensional (es decir, aparentemente compuesta de numerosos niveles), a partir de ahí descubriremos que las distintas escuelas de psicoterapia, orientales y occidentales, se encuadran de modo natural en un orden que abarca la totalidad del espectro de la conciencia.
Esto nos facilita, por consiguiente, una guía verdaderamente coherente e integradora del gran número de psicoterapias actualmente existentes.
Este estudio no pretende ser total ni definitivo, ya que a diario aparecen nuevas introspecciones psicológicas en distintos niveles. Por el contrario, facilita un esquema básico, una pauta invariable, al que podemos agregar nuevos datos conforme aumenta nuestro conocimiento. .
Recordemos que cada nivel del espectro de la conciencia lo genera un dualismo/ represión/ proyección determinado, que conduce (entre otras cosas) a un estrechamiento progresivo de la identidad del universo (Mente), al organismo (existencial), a la psique (ego) y a partes de la psique (persona).
Así, cada nivel del espectro es un productor potencial de cierto tipo de desórdenes, ya que cada uno representa un género determinado de enajenación del universo con respecto a sí mismo.
En términos muy generales, la naturaleza de dichos desórdenes «empeora» progresivamente conforme se asciende por el espectro, ya que con cada nuevo nivel aparecen más aspectos del universo con los que el individuo ha dejado de identificarse y que le resultan, por consiguiente, desconocidos y potencialmente amenazadores.
Por ejemplo, en el nivel existencial, el hombre se imagina separado de su propio medio ambiente y, por tanto, potencialmente amenazado por el mismo. En el nivel egoico, el hombre se supone enajenado de su propio cuerpo, de modo que no sólo el medio ambiente sino su cuerpo le parecen posibles amenazas para su existencia.
En el nivel de la sombra, el hombre parece haberse desvinculado incluso de partes de su propia psique, de modo que ahora el medio ambiente, su cuerpo e incluso su mente pueden parecerle extraños y amenazadores. Cada una de dichas enajenaciones, producto de un dualismo/represión/proyección determinado, es por consiguiente, potencialmente generadora de un tipo específico de desórdenes.
O, si se prefiere, de un tipo específico de represiones, proyecciones, procesos inconscientes, dualismos o fragmentaciones; desde el punto de vista del espectro de la conciencia, todos estos términos se refieren al mismo proceso de creación de dos mundos a partir de uno solo, que se repite con una nueva peculiaridad en todos y cada uno de los niveles del espectro.
Así pues, decir que cada nivel es producto de un dualismo/represión/proyección determinado, o que cada nivel se caracteriza por un estrechamiento de la identidad, o que cada nivel tiene su propio proceso inconsciente, equivale simplemente a afirmar que cada nivel tiene un conjunto característico de desórdenes potenciales.
Nuestra función consistirá, como ya hemos indicado, en señalar estos conjuntos principales de trastornos característicos de cada nivel, así como las terapias que se han adaptado a los mismos.
Esto nos brindará también la oportunidad de comentar las diversas «necesidades» e «impulsos» de cada nivel, su potencial de crecimiento en el mis¬mo, las «virtudes positivas» de cada nivel, los procesos inconscientes del mismo, etcétera.
En cuanto a las propias terapias, acabaremos por descubrir que, dado que cada nivel del espectro es generado por un dualismo/represión/proyección determinado, las terapias de cada nivel comparten el objetivo común de curar y unificar el dualismo principal del mismo.
Emprendemos el camino psicológico de la involución, del regreso a la fuente, del recuerdo de la Mente: el descenso del espectro de la conciencia.
Por tanto, empezaremos con las terapias cuyo objetivo es el de pasar del nivel de la sombra al egoico, descenderemos a continuación por el espectro a fin de examinar las terapias destinadas a la franja biosocial, para pasar acto seguido a las del nivel existencial; descenderemos entonces a las encaminadas a la gama transpersonal y concluiremos con las que operan en el nivel de la Mente. Por consiguiente, uno puede descender por el espectro lo mucho o poco que desee.
A fin de aprovechar plenamente los métodos destinados a la integración del nivel de la sombra, conviene recordar cómo se genera.
Con el dualismo/represión/proyección cuaternario, se divide el ego, su unidad se reprime y la sombra, que originalmente era una faceta integral del ego, se proyecta ahora como extraña, enajenada, desposeída.
En general, podemos pensar en la sombra como constituida por todas aquellas facetas potenciales del ego con las que hemos perdido contacto, que hemos olvidado y desposeído.
Así pues, la sombra puede contener no sólo nuestros aspectos «malos», agresivos, perversos, ruines, «malvados» y demoníacos de los que hemos procurado desprendernos, sino también los aspectos «buenos», enérgicos, divinos, angélicos y nobles que hemos olvidado que nos pertenecen.
A pesar de que procuramos desprendernos y desvincularnos de dichos aspectos, no dejan por ello de pertenecernos, y nuestro esfuerzo, a fin de cuentas, es tan inútil como si pretendiéramos desentendernos de nuestros codos.
Y debido precisamente a que dichas facetas no dejan de pertenecernos, siguen actuando sin que dejemos de percibirlas, pero, puesto que creemos que no nos pertenecen, las interpretamos como si procedieran de los demás.
Vemos nuestras propias cualidades en otra gente hasta tal punto que perdemos su rastro en nosotros mismos.
En el nivel egoico, esta enajenación de ciertos aspectos de nuestro yo tiene dos consecuencias básicas.
La primera consiste en que dejamos de pensar que dichos aspectos nos pertenezcan y, por consiguiente, nunca podemos utilizarlos, operar en ellos, satisfacerlos, con lo cual nuestra actuación básica se ve enormemente reducida, limitada y frustrada.
En segundo lugar, dichas facetas parecen existir ahora en el medio ambiente; hemos entregado nuestra energía a otros y ahora parece volverse contra nosotros, como de rebote.
La perdemos y «la vemos» en el medio ambiente, desde donde amenaza nuestra existencia.
En palabras del psiquiatra G.A.Young, «En este proceso el individuo se convierte en menos de lo que es y el medio ambiente en más de lo que es».
Acabamos por sacudirnos a nosotros mismos con nuestra propia energía.
Como dice Fritz Perls, «En el momento en que ha tenido lugar una proyección, o cuando hemos proyectado algún potencial, dicho potencial se vuelve contra nosotros».
No es difícil comprender cómo nuestra energía o potencial proyectado se vuelve contra nosotros; supongamos, por ejemplo, que dentro del yo emerge un impulso o estímulo, como el de trabajar, comer, estudiar o jugar.
¿Qué impresión nos causaría dicho impulso o estímulo si, debido al dualismo cuaternario, lo proyectáramos? El impulso emergería de todos modos, pero ya no lo sentiríamos como si nos perteneciera; el estímulo parecería ahora proceder del exterior, del medio ambiente, y, por consiguiente, no nos sentiríamos impulsados hacia el medio ambiente, sino estimulados por el mismo. En lugar de sentimos impulsados a actuar, nos sentiríamos impulsados por la acción; en lugar de tener ímpetu, nos sentiríamos objeto del mismo; en lugar de interés experimentaríamos presión : en lugar de deseo, obligación.
La energía sigue siendo nuestra, pero debido al dualismo cuaternario su fuente parece externa a nosotros y, por consiguiente, en lugar de poseerla nos sentimos agobiados por la misma, abofeteados y maltratados por lo que parecen ser fuerzas «externas», manipulados como indefensas marionetas, de cuyos hilos tira aparentemente el medio ambiente.
Además, no sólo podemos proyectar nuestras emociones positivas de interés, ímpetu y deseo, sino también nuestros sentimientos negativos de ira, resentimiento, odio, rechazo, etcétera.
Sin embargo, el resultado es el mismo: en lugar de sentirnos enojados con alguien, tenemos la sensación de que el mundo está enojado con nosotros; en lugar de sentir temporalmente odio por una persona, tenemos la sensación de que dicha persona nos odia a nosotros; en lugar de rechazar una situación determinada, nos sentimos rechazados.
Al pasar a ser inconscientes de nuestras escasas tendencias negativas, las proyectamos en el medio ambiente, poblando el mundo de aterradores «cocos», diablos y fantasmas imaginarios: nos asustamos de nuestras propias sombras.
Ahora bien, además de proyectar emociones positivas y negativas, podemos también proyectar ideas, cualidades o rasgos, positivos o negativos. Cuando alguien proyecta sus cualidades positivas de valor y mérito personal en otra persona, ha entregado sus propias «bondades» y las ve como pertenecientes a otro individuo. La persona en cuestión tiene entonces la sensación de carecer de valor comparada con dicho individuo, que ahora le parece un superhombre, poseedor no sólo de sus propios atributos sino de los proyectados.
Esta proyección de tendencias e ideas positivas tiene lugar frecuentemente en el amor romántico tanto en el heterosexual como en el homosexual-, de modo que la persona enamorada le ofrece todo su potencial a su pareja y a continuación se siente abrumada por su supuesta bondad, sabiduría, belleza, etcétera.
No obstante, «la belleza radica en el ojo del observador» y una persona románticamente enamorada lo está en realidad de los aspectos proyectados de sí misma, convencida de que la única forma de recuperar dichas bondades proyectadas consiste en poseer a la persona amada.
El mismo mecanismo es el que actúa en los casos de admiración y envidia desmesurada, ya que una vez más hemos hecho entrega de nuestro potencial, con la consiguiente sensación de que carecemos del mismo y viéndolo, por otra parte, como si perteneciera a otros. Nos creemos «inútiles» y el mundo a nuestros ojos parece estar lleno de gente capacitada, importante y admirable.
Asimismo, podemos proyectar cualidades negativas, sentir, por consiguiente, que carecemos de ellas y verlas, por el contrario, como pertenecientes a otros, Ésta es una situación más común, ya que nuestra tendencia natural al enfrentarnos a aspectos indeseables de nosotros mismos es simplemente negarlos y expulsarlos de la conciencia, Esto, evidentemente, es un gesto fútil, puesto que no por ello dejan de pertenecernos las ideas negativas y sólo podemos fingir que nos desprendemos de ellas al verlas en los demás.
Ha empezado la caza de brujas. Un comunista debajo de cada cama; el diablo a la vuelta de cada esquina; nosotros, los buenos, nos enfrentamos a ellos, los malos. Nuestra apasionada lucha contra los demonios de este mundo no es más que un sofisticado combate de boxeo con las sombras.
A quienes no están familiarizados con la proyección en el nivel egoico, este mecanismo les parece inicialmente muy desconcertante y a veces absurdo, ya que indica que las cosas que más nos trastornan de los demás son en realidad aspectos desconocidos de nosotros mismos.
Esta idea suele provocar resentimiento y una fuerte oposición.
Sin embargo, como lo indicó Freud, la negación violenta es precisamente muestra de proyección, es decir, ¡si lo negáramos, no lo proyectaríamos!
No obstante, sigue siendo cierto que «cree el ladrón que todos son de su condición» y nuestras críticas capciosas de los demás no son en realidad más que aspectos autobiográficos que no reconocemos.
Si deseamos saber cómo es realmente una persona, escuchemos lo que dice sobre los demás.
A decir verdad, esto se deduce del descubrimiento original de Freud de que todas las emociones no son interpsíquicas e interpersonales, sino intrasiquicas e intrapersonales.
Es decir que las emociones (por lo menos en el nivel egoico) no se experimentan entre tú y yo, sino entre yo Y yo.
Las denominadas neurosis son; por tanto, consecuencia de la emergencia del dualismo cuaternario, mediante el cual se rompe la integridad del nivel egoico, se reprime su unidad y se proyectan ciertas facetas en el medio ambiente.
Con esta proyección cuaternaria, nos desentendemos y enajenamos de algunas de nuestras propias tendencias, las olvidamos y a continuación olvidamos que las hemos olvidado.
La terapia en el nivel egoico involucra, por consiguiente, el recuerdo y recuperación de nuestras tendencias olvidadas, la reidentificación con nuestras facetas proyectadas y la reunión con nuestras sombras.
En palabras del doctor Perls:
Mucho material que nos pertenece, que forma parte de nosotros, mismos, ha sido disociado, enajenado, desposeído, rechazado. El potencial restante no está a nuestra disposición.
Pero estoy convencido de que en su mayoría está a nuestra disposición, aunque como proyecciones.
Sugiero que partamos del imposible supuesto de que lo que creamos ver en otra persona o en el mundo no es más que una proyección...
Podemos asimilar de nuevo, recuperar nuestras proyecciones, proyectándonos a nosotros mismos por completo hacia esa cosa o persona... Debemos hacer lo opuesto de la enajenación: identificarnos.
He aquí algunos ejemplos que aclararán plenamente estos puntos.
Hemos reunido los ejemplos en cuatro grupos, que representan las cuatro categorías principales de proyección: emociones positivas, emociones negativas, cualidades positivas y cualidades negativas. Los presentamos en el orden indicado.
1) Proyección de Emociones Positivas, tales como interés, deseo, ímpetu, motivación, anhelo, excitación.
John tiene una cita con Mary. Está enormemente emocionado y anticipa con anhelo el momento de recogerla en su casa. Al llamar a la puerta tiembla ligeramente de emoción, pero cuando el padre de Mary abre la puerta le entra pánico y se pone muy «nervioso». Olvida lo emocionado que estaba inicialmente por reunirse con Mary y, en consecuencia, en lugar de interesarse por el medio ambiente, siente que el medio ambiente -el padre de Mary en particular- se interesa por él.
En lugar de observar se siente observado y tiene la sensación deque la situación se ha centrado en él. John se está azotando con su propia energía (a pesar de que, probablemente, lo atribuirá al medio ambiente, en este caso a la «mala mirada» que le dirige el padre de Mary. Sin embargo, no hay nada en la situación propiamente dicha que «cause nerviosismo», ya que a mucha gente le gusta definitivamente conocer a los padres de sus parejas y trabar amistad con ellos; el problema no radica en la situación, sino en el propio John.
Además de atormentarse con su propia energía, John acabará en un círculo vicioso, ya que, como en todas las proyecciones del nivel egoico, cuanto más proyecte más tenderá a proyectar; cuanto más olvida su emoción, mayor es su proyección de la misma y, por consiguiente, mayor es el énfasis con que el medio ambiente parece concentrarse en él. Esto incrementa su emoción, que de nuevo proyecta, aumentando así la concentración aparente del medio ambiente en él, causándole a su vez más emoción...
La única forma de salir de esa incómoda situación consiste en que John recupere su interés, se reidentifique con su emoción y actué en ella en lugar de ser víctima de la misma. Normalmente esto ocurrirá en el momento en que Mary entre en la sala; John recuperará inmediatamente su interés y actuará de acuerdo con él, apresurándose a saludarla e integrando así su interés enajenado, ya que ahora observará el medio ambiente, en lugar de ser observado por el mismo.
En el momento en que John comenzó a sentir pánico y angustia, empezó a perder contacto con su excitación (no excitación sexual, sino simplemente excitación en general); la bloqueó, la rechazó y la proyectó.
En estas condiciones la excitación se experimenta como angustia, y por el contrario cuando sentimos angustia simplemente nos estamos negando a estar excitados, vivaces y vigorosos.
La única salida de este tipo de situación consiste en volver a ponernos en contacto con nuestros intereses y nuestra excitación; dejar que nuestro cuerpo se excite, respirar e incluso suspirar hondo, en lugar de tensar el tórax y reprimir la respiración; estremecerse y vibrar con energía, en lugar de pretender «conservar la compostura» e intentar dominar nuestra excitación con rigidez y «rigor»; permitir que nuestra energía se movilice y fluya en lugar de almacenarla.
Cuando nos sintamos angustiados, lo único que necesitamos preguntarnos es:
«¿Qué es lo que me excita?», o «¿cómo evito mi excitación natural?».
El niño se limita a sentirse alegremente excitado, mientras que el adulto se siente incómodamente ansioso, sólo debido a que según aumenta el caudal de energía, los adultos la aislamos y proyectamos, mientras que los niños dejan que fluya.
«La energía es un deleite eterno» y los niños son permanentemente encantadores, por lo menos hasta que se les enseña el dualismo cuaternario, a partir de cuyo momento -y al igual que los adultos- enajenan su excitación natural.
La energía no deja por ello de movilizarse y acumularse, pero, debido al dualismo cuaternario, parece emerger del exterior y adquiere una naturaleza amenazadora.
La angustia por consiguiente, no es más que excitación e interés bloqueados y proyectados.
La mejor forma de experimentarlo es cuando uno está solo, ya que entonces puede «abandonarse» sin temor a comentarios condescendientes de severos testigos.
Si se hace presente una sensación de angustia, no intentemos deshacernos de ella (enajenándola todavía más), entremos plenamente en ella; dejemos que el cuerpo se estremezca, tiemble, jadee; sigamos sus actos.
Establezcamos contacto con dicha angustia dejando que estalle en excitación. Encontremos esa energía que quiere nacer y sintámosla plenamente, ya que la angustia es el nacimiento que se le niega a la excitación.
Permitamos que esa energía nazca, reconozcámosla como nuestra, dejemos que fluya y la angustia cederá ante la vibrante excitación, la energía libremente movilizada y dirigida al exterior, en lugar de bloqueada y proyectada, con lo que no hace más que afectarnos de rebote en forma de ansiedad.
Como ejemplo adicional de las consecuencias de la proyección de una emoción positiva, consideremos la enajenación del deseo.
Jack tiene muchísimo interés en ordenar el garaje, que está hecho un asco y hace ya bastante tiempo que piensa limpiarlo. Por fin decide que lo hará el próximo domingo.
En ese momento Jack está íntimamente en contacto con su deseo, quiere que el trabajo se realice, pero cuando llega el domingo le empiezan a entrar dudas sobre el tema.
Durante varias horas da vueltas de un lado para otro cambiando cosas de lugar, soñando despierto, y comienza a perder contacto con su deseo. El deseo sigue presente, ya que de lo contrario Jack se limitaría a abandonarlo y hacer otra cosa. Todavía se propone llevarlo a cabo, pero empieza a enajenar y proyectar su deseo, y lo único que necesita para finalizar su proyección es una persona a quien “colgarle” el deseo proyectado.
De modo que cuando su esposa asoma la cabeza para preguntarle, sin darle importancia, cómo va el trabajo, Jack replica enojado: «¡Déjame tranquilo”.
Ahora tiene la sensación de que no es él sino su esposa quien quiere que ordene el garaje. La proyección es completa. Jack comienza a sentirse presionado por su esposa, cuando lo que experimenta en realidad es su propio deseo proyectado, ya que la «presión” que siente no es más que anhelo desplazado.
En este tipo de situaciones, la mayoría de nosotros solemos quejarnos de estar realmente sometidos a una enorme presión, no debida a nuestro deseo proyectado sino a la naturaleza intrínseca de la propia situación (el trabajo de la oficina, las «obligaciones» familiares, etcétera) y en consecuencia nuestro deseo de trabajar es muy escaso.
Pero éste es precisamente el quid de la cuestión, el mero hecho de ser inconscientes de nuestro deseo conduce a nuestra sensación de estar presionados.
A esto solemos responder que ciertamente nos encantaría que nos apeteciera trabajar, cocinar, lavar la ropa, o lo que se tercie, pero que el deseo está simplemente ausente.
Sin embargo, el caso es que el deseo está presente, aunque lo sentimos, como deseo o presión procedente del exterior. Dicha presión es nuestro propio deseo disfrazado; si no tuviéramos el deseo, simplemente no experimentaríamos la presión.
Sin la presencia del deseo, nos sentiríamos aburridos, indolentes, o quizás apáticos, pero nunca presionados.
Asimismo, en nuestro ejemplo anterior, si John no tuviera realmente interés en salir con Mary, al pasar por su casa no sentiría ningún tipo de angustia; simplemente no le importaría, se sentiría normal o a lo sumo algo molesto, pero no ansioso.
La angustia de John sólo es posible porque está realmente interesado por Mary, pero ha proyectado dicho interés y la presión sólo se experimenta donde hay un deseo proyectado.
Por consiguiente, Jack seguirá sintiéndose presionado y azuzado por su esposa, hasta que descubra que la única persona que le presiona para que ordene el garaje es el propio Jack, que la batalla es entre Jack y Jack, y no entre Jack y su esposa.
Si llega a darse cuenta de ello, actuará en consonancia con su deseo en lugar de luchar contra el mismo y acabará por ordenar el garaje, que era lo que se proponía desde el primer momento.
Los Putney lo resumen admirablemente como sigue:
La alternativa autónoma consiste en trasladarse más allá de la presión, reconociendo que toda forma de presión persistente es el propio impulso proyectado.
El individuo que reconozca que lo que siente es su propio impulso, nunca sentirá recelo ni opondrá resistencia a la presión; se limitará a actuar.
Así pues, si nos sentimos presionados, no tenemos necesidad de inventar ni crear deseo alguno para escapar de la presión; estamos ya experimentando el deseo necesario, sólo que lo hemos calificado erróneamente de «presión».
2) Proyección de emociones negativas, tales como agresión, ira, odio, rechazo, resentimiento.
La proyección de emociones negativas es un hecho increíblemente común, especialmente en Occidente, donde el ambiente moral dominante del cristianismo popular exige que intentemos luchar contra todo «mal» y tendencias negativas, tanto en nosotros mismos como en los demás; y aunque el propio Jesucristo aconsejó «no resistirse al mal», amarlo y ser su amigo, ya que «soy el Señor y no hay nadie más. Formo la luz y creo la oscuridad; hago la paz y creo el mal; yo, vuestro Señor, hago todas estas cosas», pocos somos los que amamos nuestras tendencias «malignas».
Por el contrario, las odiamos y despreciamos, nos humillan y avergüenzan, y, por tanto, en lugar de integrarlas, procuramos enajenarlas.
Con la emergencia del dualismo cuaternario, dicha enajenación se hace posible; o, mejor dicho, parece hacerse posible, ya que, aunque conscientemente la neguemos, no por ello deja de pertenecernos.
La expulsamos de la conciencia, de forma que parezca proceder del medio ambiente; entonces nosotros creemos no tenerla, pero nos acosa por doquier.
En realidad, cuando observamos a los demás y nos horroriza toda la maldad que «vemos» en ellos, sólo estamos contemplando el reflejo de nuestra propia alma.
La «salud y cordura» del ego exige, por consiguiente, que recuperemos e integremos nuevamente dichas tendencias «malignas» y negativas.
Cuando lo hacemos, tiene lugar algo auténticamente asombroso: descubrimos que esas tendencias negativas que tanta aversión nos producía aceptar como nuestras una vez integradas adquieren un equilibrio armónico con nuestras tendencias positivas, y por tanto pierden su colorido supuestamente maligno.
En realidad, esas tendencias negativas de odio y agresión sólo adquieren una naturaleza auténticamente maligna y violenta cuando las enajenamos, cuando las separamos de sus equilibradoras tendencias positivas de amor y aceptación, arrojándolas al exterior donde, aisladas de su contexto equilibrador, pueden parecer ciertamente perversas y autodestructivas.
Cuando imaginamos incorrectamente que dichos aspectos demoníacos existen en realidad en el ambiente, en lugar de comprender que forman parte de nosotros mismos como necesario contrapeso de nuestras tendencias positivas, reaccionamos con violencia y maldad ante esa amenaza ilusoria, emprendemos con frecuencia descabelladas y brutales cruzadas, nos lanzamos a la matanza de «brujas» por su propio bien, desencadenamos guerras para «mantener la paz», fundamos inquisiciones para «salvar almas».
En resumen,una tendencia negativa enajenada y proyectada, amputada de su contexto equilibrador y dotada de vida propia, puede adquirir una naturaleza sumamente demoníaca e inducir actos verdaderamente destructivos, si bien esa misma tendencia integrada armónicamente junto a su tendencia positiva equilibradora, adquiere una naturaleza suave y cooperadora.
En este sentido, es un imperativo moral que para ser un buen cristiano cultivemos la amistad del diablo.
Además, raramente nos damos cuenta de que las tendencias buenas y malas no sólo se equilibran entre sí cuando están debidamente integradas, sino que -al igual que todos los términos opuestos- las unas son necesarias para las otras, no sólo porque el mal armoniza con el bien, sino que el mal propiamente dicho es necesario para la propia existencia del bien.
En palabras de Rilke, «si me abandonan mis demonios, temo que lo hagan también mis ángeles».
Lao Tzu dice:
¿Hay diferencia entre sí y no?
¿Hay diferencia entre el bien y el mal?
¿Debo temer lo que otros temen?
¡Qué bobada! Tener y no tener emergen juntos,
difícil y fácil se complementan entre sí,
largo y corto se contrastan entre sí,
alto y bajo se apoyan entre sí,
delante y detrás se siguen mutuamente.
y Chuang Tzu concluye:
De modo que quienes dicen que se quedarían con el bien sin su correlato, el mal, o con un buen gobierno sin su correlato, el desorden, no asimilan los grandes principios del universo ni la naturaleza de toda la creación. Equivale a hablar de la existencia del cielo sin la de la tierra, o del principio negativo sin el positivo, lo que es claramente imposible. Sin embargo, hay quien lo discute incesantemente; deben ser estúpidos o truhanes.
La gente odia la oscuridad de sus tendencias negativas, al igual que los niños odian la oscuridad de la noche, pero así como sin la oscuridad de la noche no reconoceríamos la luz del día, si no poseyéramos aspectos negativos, tampoco reconoceríamos los positivos.
Nuestras tendencias negativas y positivas son, por consiguiente, como los valles y las montañas de un hermoso paisaje; no puede haber montañas sin valle, ni
viceversa, de modo que los que ofuscadamente pretenden aniquilar los valles eliminarán al mismo tiempo las montañas.
Procurar deshacernos de nuestras tendencias negativas, intentar destruirlas y eliminarlas, sería una idea excelente... si fuera posible.
El problema es que no lo es, que nuestras tendencias negativas que procuramos alejar de nuestra vista siguen aferradas a nosotros y vuelven para atormentarnos con síntomas, neuróticos de temor, depresión y angustia. Desvinculadas de la conciencia, adquieren un aspecto amenazador,totalmente desproporcionado respecto a su verdadera naturaleza.
Podemos dominar la maldad entablando amistad con la misma; nos limitamos a avivarla al enajenarla.
Integrado, el mal se suaviza proyectado, se torna ruin y, así, quienes pretendían eliminar la maldad habrán contribuido considerablemente a su victoria.
En palabras de Ronald Fraser:
Te ruego que algún día recuerdes que te he dicho que el odio de la maldad retuerza la maldad y que la oposición retuerza aquello a lo que se opone.
Ésta es una ley de una exactitud igual a la de las leyes matemáticas.
O, según el teólogo Nicholas Berdyaev:
Satán se regocija cuando logra inspirarnos con sus propios sentimientos diabólicos.
Él es quien gana cuando sus propios métodos se dirigen contra sí mismo... La continua denuncia del mal y de sus agentes no hace más que alentar su crecimiento en el mundo; verdad suficientemente patente en los evangelios, pero ante la que permanecemos persistentemente ciegos.
Como ejemplo de la proyección de emociones negativas, comencemos con el odio.
Martha abandona su casa para asistir a un «sofisticado» colegio para señoritas en la costa Este.
En el instituto, estaba en íntimo contacto con sus emociones negativas de odio, por lo que su odio no era en absoluto violento ni malicioso, sino más bien suave y llevadero, de un género que podríamos denominar pillería, travesura, extravagancia o cinismo suave.
Esta actitud de cinismo suave ha sido siempre característica de la gente eminentemente culta y humanista, en compañía de quienes pueden «relajarse» entre sí y expresar su cálida amistad en términos de «¿cómo te va, viejo pícaro?».
La posibilidad de que exista un cariñoso afecto entre seres humanos depende enteramente de que se reconozca y acepte cierto elemento de picardía en uno mismo y en los demás...
El poder del fanatismo, por «eficaz» que sea, se adquiere siempre a costa del inconsciente, y sea su causa buena o mala es ineludiblemente destructivo, porque actúa contra la vida: niega la ambivalencia del mundo natural.
El caso, una vez más, es que cuando somos conscientes de un ligero odio por nuestra parte, en realidad no se trata de odio propiamente dicho, ya que está mezclado y armonizado con nuestras emociones positivas de amor y cariño, que dotan al odio integrado de unas cualidades muy suaves y frecuentemente humorísticas.
El psiquiatra Bob Young saluda a sus íntimos amigos con un «¡Hola, viejo cabrón!», e incluso ha fundado un club llamado YRENRO ORA TSAB -que significa «pícaro cabrón» escrito en inglés y a la inversa - cuyo único objetivo es el de «promocionar el arte gentil del antiamor fraternal» .
Martha estaba en contacto con su faceta caprichosa y picaresca, su odio integrado, que formaba una parte muy constructiva de su carácter.
Pero al llegar a la universidad se encuentra con un círculo de amigas extraordinariamente relamidas, que tratan con sumo desdén toda expresión de picardía.
En muy poco tiempo, Martha empieza a perder contacto con su odio y, por consiguiente, comienza a proyectarlo. Entonces, en lugar de odiar el mundo con ternura y picardía, siente que el mundo la odia a ella. Como era previsible, pierde su sentido del humor y se apodera de ella una profunda sensación de que absolutamente nadie la quiere; «odio el mundo» se ha convertido en «el mundo me odia», pero así como lo primero induce un mundo de picardía, lo segundo conduce a un mundo de horror.
Muchos andamos por la vida (o por lo menos por el instituto) con la sensación de que «nadie nos quiere» y consideramos que eso es terriblemente injusto porque, evidentemente, nadie nos desagrada.
Pero éstos son precisamente los dos síntomas distintivos de la proyección en el nivel egoico: lo vemos en todos los demás, pero lo imaginamos ausente en nosotros mismos.
Sentimos que el mundo nos odia sólo porque somos inconscientes de esa pequeña parte de nosotros mismos que odia gentilmente el mundo. .
En general, lo mismo ocurre cuando proyectamos otras emociones negativas como la agresión, la ira y el rechazo.
En lugar de atacar el ambiente con gentileza y buen humor, dirigimos dichas emociones contra nosotros mismos y creemos que el ambiente nos ataca maliciosamente.
La agresión, por ejemplo, es un rasgo de la personalidad sumamente útil cuando somos plenamente conscientes de la misma, ya que nos permite relacionarnos de un modo eficaz con el medio ambiente.
Si no estamos dispuestos simplemente a «tragarnos»todo lo que se nos diga ni todas las experiencias que se crucen en nuestro camino, debemos ser capaces de atacar activamente, desmenuzar, «masticar» a fondo; no con malicia, pero sí con ímpetu e interés.
Si uno es capaz de comprender la necesidad de una actitud agresiva, destructiva y reconstructiva hacia cualquier experiencia que uno desee hacer realmente suya, apreciará la necesidad de... conceder a la agresión su debido valor, en lugar de tildarla verbosamente de «antisocial».
A decir verdad, los actos agresivos de violencia antisocial no son consecuencia de la agresión integrada, sino de la agresión reprimida y enajenada, ya que al «embotellarla» aumenta enormemente la fuerza de la agresión, al igual que el vapor en una olla a presión, que puede acabar explotando violentamente.
Una vez más, parece un imperativo moral integrar y hacer conscientes nuestras tendencias agresivas.
Sin embargo, la mayoría hacemos exactamente lo opuesto; procuramos negarlas y ocultarlas en el inconsciente. A estas alturas, no obstante, debe ser evidente que dichas tendencias no por ello dejan de pertenecernos y siguen operando, aunque ahora las experimentemos como si procedieran del medio ambiente y, por tanto, tengamos la sensación de que el mundo nos ataca. En resumen, tenemos miedo.
«El proyector está conectado... con su agresión proyectada por el miedo.»
Así como la excitación proyectada se siente como angustia y el deseo proyectado como presión, la agresión proyectada se siente como miedo.
«El caso es -responderán algunos- que hay ciertamente momentos en los que siento miedo, pero mi problema es precisamente no ser un tipo agresivo; tengo miedo a menudo, pero nunca me siento agresivo.»
¡Exactamente! ¡No sentimos la agresión porque la hemos proyectado y la experimentamos en forma de miedo!
La propia experiencia del miedo no es más que nuestra sensación de agresión camuflada, que hemos dirigido contra nosotros mismos. No es necesario inventar la agresión, esta presente en forma de miedo y por consiguiente lo único que tenemos que hacer es llamar al miedo por su propio nombre: agresión.
La expresión «el mundo me ataca emocionalmente» sería más exacta si dijera “yo ataco emocionalmente al mundo”.
Si la agresión proyectada se siente, como miedo, la ira proyectada se experimenta como depresión.
el rechazo iracundo del mundo, que todos experimentamos de vez en cuando, es útil para estimular una actuación constructiva, pero si se enajena y se proyecta, comenzamos a sentir que el mundo nos rechaza con ira a nosotros.
En esas circunstancias, el mundo parece muy inhóspito y, comprensiblemente, nos sentimos muy deprimidos. En lugar de salir, la ira invierte su rumbo al dirigirla contra nosotros mismos y a continuación sufrimos el terrible efecto de su azote.
Transformado el furor en tristeza nos convertimos en víctimas deprimidas de nuestra propia ira. Lo único que debe hacer la persona que esté deprimida es preguntarse: «¿Qué es lo que tanto me enfurece? Y a continuación comprender que no es cuestión de «tristeza» sino de furor.
3) Proyección de cualidades positivas tales como bondad, fuerza, sabiduría, belleza, etcétera.
Además de emociones, podemos también proyectar rasgos, cualidades y características personales, hasta llegar a sentirnos totalmente desprovistos de dichas características, cuando parecen abundar en todos los demás.
Cuando se trata de cualidades buenas y positivas, como la belleza o la sabiduría, nos aterra la cantidad de superhombres que parecemos tener a nuestro alrededor, puesto que les hemos ofrecido todos nuestros atributos.
Ésta es la base del amor romántico, pero también se da con frecuencia en los matrimonios y en las relaciones amistosas, entre médico y paciente, o entre profesor y alumno.
Hay una anécdota de una mujer sometida a psicoterapia, que había proyectado toda su bondad en su terapeuta, como consecuencia de lo cual sentía una admiración y adoración absoluta por él. Como muestra de su aprecio, decidió regalarle una hermosa corbata azul celeste que, en sus propias palabras, «hace juego con sus encantadores ojos azules, tan llenos de sabiduría».
El caso es que el terapeuta tenía los ojos castaños y cuando le entregó la corbata que supuestamente hacía juego con sus ojos azules de tanta sabiduría, éste cogió un espejo y lo colocó ante el rostro de la paciente. «Dígame -preguntó-, ¿quién tiene unos hermosos ojos azules llenos de sabiduría?»
Como es de suponer, la mujer tenía unos hermosos ojos intensamente azules. Como siempre, tanto la belleza como la sabiduría están en la mirada del observador y cuando sentimos por alguien una admiración desmesurada es porque hemos construido un pedestal para dicha persona con nuestro propio potencial.
4) Proyección de cualidades negativas, tales como prejuicios, esnobismo, melindrería, mezquindad, etcétera. Al igual que la proyección de emociones negativas, también es muy común en nuestra sociedad la de cualidades negativas, ya que somos víctimas del engaño de que lo «negativo» equivale a «indeseable».
Así pues, en lugar de intimar con los rasgos negativos de integrarlos, los enajenamos y proyectamos, viéndolos en todos los demás pero no en nosotros mismos. Como siempre, no por ello dejan de pertenecernos, por lo que:
Las acusaciones que A lanza contra B son aspectos embarazosos de la autobiografía de A.
La introspección de A de las motivaciones enfermizas de B revela los motivos de A, ya que una persona sólo puede tener una introspección de otra por analogía con su propia experiencia.
Tanto si las proyecciones encajan como si no, donde mejor se ajustan las acusaciones y las introspecciones es en su lugar de procedencia: en uno mismo.
Por ejemplo, en un grupo de diez chicas, a nueve les gusta Jill, pero la décima, Betty, no puede soportarla, porque, según explica Betty, Jill es una remilgada, y Betty detesta la melindrería.
Por ello se esfuerza en convencer a sus amigas de la supuesta melindrería de Jill, pero nadie parece estar de acuerdo con ella, lo que la pone todavía más furiosa. Puede que sea evidente que la única razón por la que Betty detesta a Jill es su
propia tendencia inconsciente a la melindrería que, al proyectarla en Jill, transforma el conflicto entre Betty y Betty en un conflicto entre Betty y Jill.
Jill, por supuesto, no tiene nada que ver con dicha pugna, limitándose a actuar como espejo involuntario del desprecio que Betty siente por sí misma.
Todos tenemos áreas inaccesibles, tendencias y rasgos que simplemente nos negamos a aceptar como nuestros, y que, por consiguiente, arrojamos al medio ambiente, donde acumulamos nuestra ira e indignación puritanas para luchar contra los mismos, ofuscados por un idealismo que nos impide reconocer que la batalla es interna y que el enemigo está en casa.
Y lo único que precisamos para integrar dichas facetas es tratarnos a nosotros mismos con el mismo cariño y consideración que dispensamos a los demás.
Como dice Jung con suma elocuencia:
La aceptación de uno mismo es la esencia del problema moral y compendio de todo un enfoque de la vida.
Dar de comer al hambriento, perdonar un insulto, amar al enemigo en nombre de Jesucristo son sin duda grandes virtudes. Lo que le hago al último de mis hermanos, se lo estoy haciendo a Jesucristo.
Pero ¿qué ocurre si descubro que el más insignificante entre todos ellos, el más miserable de los mendigos, el más procaz de los pecadores, el mismísimo enemigo se halla dentro de mí y que soy yo quien necesita la limosna de mi propia condescendencia, que soy yo el enemigo que debe ser amado, qué ocurre entonces?
Para resumir el tema y encuadrarlo en el contexto del espectro de la conciencia, nuestra energía (Brahma, nivel de la Mente) se moviliza y acumula, pasa por la gama transpersonal para llegar por fin al nivel existencial por el que también pasa, hasta llegar a la franja biosocial, donde adquiere la forma de una idea y la dirección de una emoción.
Nuestra energía, revestida ahora con ideas y emociones, llega al nivel egoico donde, si el dualismo/represión/proyección cuaternario ha tenido ya lugar, dichas ideas, cualidades y emociones, tanto positivas como negativas, se enajenan y proyectan, de modo que no parecen proceder de uno mismo sino del medio am¬biente.
Este último dualismo principal, que crea el nivel de la sombra, ha sido objeto de nuestro interés y lo han descrito sucintamente Perls, Hefferline y Goodman:
Una proyección es un rasgo, actitud, sentimiento o aspecto de la conducta perteneciente en efecto a su propia personalidad, pero que el individuo no experimenta como tal; por el contrario, lo atribuye a personas u objetos ajenos y lo experimenta como dirigido hacia él por los demás, en lugar de a la inversa.
El proyector, por ejemplo, inconsciente de que rechaza a los demás, cree que son ellos quienes le rechazan a él; o, inconsciente de su tendencia a la insinuación sexual, cree que son los demás quienes se le insinúan.
Las consecuencias de este dualismo cuaternario tienen siempre una doble vertiente. Por una parte, llegamos a convencernos de que carecemos por completo de la cualidad que proyectamos y, por consiguiente, al estar fuera de nuestro alcance, no la utilizamos ni nos servimos de ella, ni satisfacemos ninguna de sus necesidades, provocando una frustración y una tensión crónicas.
Por otra parte, vemos dichas cualidades como existentes en el medio ambiente, donde adquieren unas proporciones horrendas y aterradoras, de modo que acabamos por flagelarnos con nuestra propia energía.
La proyección en el nivel egoico es fácilmente identificable. Si alguna persona o cosa en el medio ambiente nos facilita información, lo más probable es que no estemos proyectando; sin embargo, si nos afecta, es plausible que seamos víctimas de nuestras propias proyecciones.
Por ejemplo, es perfectamente posible que Jill fuera una melindrosa, pero ¿sería ésa una buena razón para que Betty la odiara? Evidentemente, no; Betty no recibió simplemente información de que Jill fuera una mojigata, sino que quedó fuertemente afectada por su melindrería, lo que indica con toda seguridad que el odio que Betty sentía por Jill no era más que autodesprecio proyectado o extrovertido.
Asimismo, cuando Jack intentaba decidir si limpiar o no el garaje y su esposa se interesó por lo que hacía, su reacción fue exagerada. Si en realidad no hubiera deseado ordenar el garaje, si hubiese sido verdaderamente inocente de dicho impulso, se habría limitado a responder que había cambiado de opinión. Pero, en su lugar, se indignó con ella; ¡vaya desfachatez, ella pretendía obligarle a limpiar el garaje!
Jack proyectaba su propio deseo y lo experimentaba como presión, de modo que la inocente pregunta de su esposa no actuó sólo como información, sino que le afectó profundamente; Jack se sentía injustamente presionado. Y ésa es la diferencia fundamental; lo que vemos en los demás es más o menos correcto si se limita a facilitamos información, pero se trata definitivamente de una proyección si nos produce un fuerte efecto emocional.
De modo que, si nos sentimos excesivamente apegados a alguien (o algo) o eludimos emocionalmente u odiamos a alguien, estamos abrazando o luchando respectivamente con la sombra y no cabe duda de que el dualismo/represión/proyección cuaternario ha tenido lugar.
El desmantelamiento de una proyección representa un «descenso» por el espectro de la conciencia (del nivel de la sombra al egoico) , ya que ampliamos nuestra área de identificación al recuperar aspectos de nosotros mismos anteriormente enajenados.
Y el primer paso, el paso preliminar, consiste siempre en darse cuenta de que lo que creíamos que el medio ambiente nos hacía de un modo mecánico, es en realidad algo que nos hacemos a nosotros mismos; nosotros somos los responsables.
En palabras de Laing:
Existe, por consiguiente, cierta validez fenomenológica en referirnos a dichas «defensas» (como la proyección) con el término «mecanismo». Pero no debemos detenernos ahí. Están dotadas de esa cualidad mecánica debido a que la persona, por el modo en que las experimenta, está disociada de ellas.
Aparenta, ante sí misma y los demás, padecerlas (como si fueran «ajenas» a ella)...
Pero esto sólo es cierto desde la perspectiva de su propia experiencia enajenada.
Cuando empieza a desenajenarse (integrar sus proyecciones) logra en primer lugar ser consciente de ellas, en el caso de que no lo fuera, para dar a continuación el segundo paso, todavía más fundamental, consistente en comprender progresivamente que esas son cosas que hace o se ha hecho a si misma.
Por consiguiente, si me siento angustiado, probablemente alegaré que soy víctima indefensa de dicha tensión, que la gente o las situaciones que me rodean causan mi ansiedad.
El primer paso consiste en ser plenamente consciente de la angustia, entrar en contacto con ella, temblar, estremecerse y jadear -realmente sentirla, darle la bienvenida, expresarla ¬y así darme cuenta de que yo soy el responsable, de que aumenta mi tensión, de que estoy bloqueando mi excitación y, por tanto, experimentando angustia.
Yo soy quien se lo causa a sí mismo, de modo que la angustia es un asunto entre yo y yo, y no entre yo y el medio ambiente.
Pero este cambio de actitud significa que si bien antes enajenaba mi excitación, desvinculándome de la misma y
Alegando ser su victima, ahora acepto la responsabilidad de lo que me hago a mi mismo. Esto queda claramente demostrado en el siguiente diálogo:
Entre el terapeuta gestalt, Fritz Perls (F), y su «paciente» Max (M), en el que Max empieza por desentenderse de toda responsabilidad en relación con sus «síntomas»:
M.: Me siento tenso. Mis manos están tensas.
F.: Sus manos están tensas. No tienen nada que ver con usted.
M.: Me siento tenso.
F.: Está tenso. ¿Cómo está tenso? ¿Qué está haciendo? Usted ve la persistente tendencia a (enajenar aspectos de nosotros mismos mediante) la materialización; siempre intentando forjar algo a partir de un proceso...
M.: Me estoy poniendo tenso.
F.: Eso es. Examine la diferencia entre las palabras «me estoy poniendo tenso» y «aquí hay tensión». Cuando dice «siento tensión», usted es irresponsable, no es responsable de la misma, es impotente y no puede hacer nada para remediarla. El mundo debería hacer algo, darle una aspirina o lo que fuera. Pero cuando dice «me estoy poniendo tenso» se hace responsable y observamos la aparición de la primera muestra de excitación vital.
La tensión y la angustia de Max pronto se transforman en excitación y Perls comenta:
Evidentemente, hacerse responsable de su propia vida y ser rico en experiencia y habilidad (son) cosas idénticas.
Y a esto es a lo que aspiro durante este breve ciclo de conferencias, a hacerles comprender los enormes beneficios de responsabilizarse de todas sus emociones, de cada movimiento que hacen, de cada pensamiento que fraguan... y no responsabilizarse de nadie más.
El mundo no está aquí para su expectación, ni tienen por qué vivir para la expectación del mundo.
Nos afectamos mutuamente siendo sinceramente lo que somos y no estableciendo intencionadamente contacto.
Más adelante, el doctor Perls resumió el conjunto del tema con mayor claridad:
Mientras luchen contra un síntoma, empeorarán.
Si se hacen responsables de lo que se están haciendo a sí mismos, cómo producen sus síntomas, cómo producen su enfermedad, cómo producen su existencia, en el mismo momento en que establezcan contacto consigo mismos, empezará el crecimiento, comenzará la integración.
Si el primer paso en la «curación» de las proyecciones de la sombra consiste en responsabilizarse de dichas proyecciones, para el segundo basta con invertir la dirección de la propia proyección y hacerles delicadamente a los demás lo que hasta entonces nos hemos hecho despiadadamente a nosotros mismos.
De modo que «el mundo me rechaza» se traduce libremente por «¡rechazo, por lo menos de momento, este maldito mundo!».
«Mis padres quieren que estudie» se convierte en «quiero estudiar». «Mi pobre madre me necesita» se traduce por «necesito estar cerca de ella». «Tengo miedo de estar solo» pasa a ser «¡no estoy dispuesto a darle a nadie ni los buenos días!». «Todo el mundo me mira con recelo» se convierte en «me interesa observar críticamente a la gente».
Volveremos inmediatamente a estos dos pasos básicos de responsabilidad e inversión, pero en este momento señalemos que en todos los casos de proyección de la sombra hemos intentado «neuróticamente» convertir nuestra autoimagen en aceptable; a costa de su inexactitud.
Todas esas facetas de nuestra autoimagen, nuestro ego, incompatibles con lo que a nivel superficial parecen nuestros mejores intereses, o todos aquellos aspectos inconjugables con las franjas filosóficas, o todas esas facetas enajenadas en momentos de tensión, encrucijada o doble vínculo, todo ese autopotencial ha sido abandonado.
Por consiguiente, nuestra identidad ha quedado reducida sólo a una fracción de nuestro ego; a saber, la distorsionada y empobrecida persona. Y así, de un solo plumazo, quedamos condenados a que nos persiga indefinidamente nuestra propia sombra, a la que ahora negamos hasta la más mínima audiencia consciente. Pero la sombra jamás deja de expresarse, abriéndose paso en la conciencia en forma de angustia, culpabilidad, miedo y depresión. La sombra se convierte en síntoma y se nos aferra como un vampiro a su presa.
En términos un tanto figurativos, cabe afirmar que hemos dividido el concordia discors de la psique en numerosas polaridades, contrarios y opuestos, por conveniencia denominados colectivamente dualismo cuaternario, es decir, la separación de la persona y la sombra.
Por consiguiente, la sombra existe precisamente como opuesto de lo que nosotros, como personas, creemos consciente y deliberadamente ser.
De modo que es fácil deducir que, si uno desea saber cómo ve su sombra el mundo, a modo de experimento personal, no tiene más que asumir exactamente lo opuesto de lo que conscientemente desee, le guste, sienta, quiera, se proponga o crea.
Así podrá ponerse conscientemente en contacto con sus opuestos, expresarlos, interpretarlos y finalmente recuperarlos. Después de todo, uno los domina o le dominan a uno; la sombra nunca deja de manifestarse.
Si algo hemos aprendido en este capítulo ha sido a ser juiciosos conocedores de nuestros opuestos, o de lo contrario nos veremos obligados a defendernos de ellos.
Ahora bien, utilizar los opuestos, ser conscientes de nuestras sombras y acabar por recuperarlas, no significa necesariamente actuar en ellas.
Al parecer, casi todo el mundo teme enfrentarse a sus opuestos por miedo a que le dominen. Y, sin embargo, ocurre exactamente lo contrario: acabamos siguiendo, totalmente contra nuestra voluntad, los dictámenes de la sombra solo cuando ésta es inconsciente.
Como ejemplo sumamente esquemático, imaginemos que Ann está convencida de que lo que realmente desea hacer en la vida es ser abogada. Tan segura está Ann de su vocación, que no permite que la más mínima duda perturbe su mente.
La perspectiva de dicha carrera le resulta sumamente agradable y todo parece indicar que sería muy feliz en esa situación. Sin embargo, está amargada porque, según explica ella misma, sabe que su marido se opondrá a sus proyectos.
A decir verdad, es evidente que no tiene nada que ver con él y Ann sabe que, en realidad, no intentará impedirle que se dedique a las leyes. Pero está simplemente convencida de que no le parecerá bien, lo cual -por varias razones- le resultaría agobiante y convertiría una profesión ya difícil en imposible.
No obstante, el caso es que Ann no ha llegado a preguntarle a su marido lo que opina de su propósito de ser abogada, lo que según ella es innecesario, ya que se opondría rotundamente.
De modo que durante algún tiempo - y no es inusual que este tipo de situaciones se prolongue varios años- Ann vive en una semiagonía, llena de resentimiento secreto con su marido por una parte y actuando abiertamente como mártir por la otra, ante la enorme confusión y frustración de su pareja.
Por fin el conflicto sale ineludiblemente a la luz del día y Ann le recrimina enojada a su marido su supuesta oposición a su proyectada carrera, pero queda absolutamente perpleja al descubrir que él, con toda sinceridad, no tiene nada que objetar a sus deseos.
Aunque el ejemplo sea superficial, representa un drama muy básico en el que todos hemos participado en un momento u otro.
Por consiguiente, cabe preguntarse: ¿Qué había realmente tras dicha estrategia? La orientación consciente de Ann consistía en un deseo supuestamente puro de convertirse en abogada. Sin embargo, Ann no podía haber sabido que lo que le apetecía era estudiar derecho si a una pequeña parte de ella misma no le hubiera desagradado.
Una imagen no se mantiene en la conciencia, a no ser que exista un campo contrastante que la realce.
Pero, para Ann, el hecho de ser consciente de una parte insignificante de sí misma que lo habría mandado todo a la porra, contribuía a su exclusiva convicción vocacional. Por consiguiente, había intentado negar su pequeño aunque absolutamente necesario desagrado del derecho, pero lo único que había logrado -como siempre en el caso de las proyecciones- había sido negar que le perteneciera.
Pero seguía perteneciéndole y la oposición desterrada no dejaba de reclamar su atención. De modo que sabía que alguien se esforzaba cada vez más en expresar su rechazo ante su propuesta carrera jurídica, pero, dado que evidentemente no era ella, sólo tenía que elegir a un candidato. Cualquiera habría servido, pero necesitaba uno como mínimo.
De modo que, para su mayor aunque atormentada gloria, entró su marido en escena y ahí, en el medio ambiente, en la persona de su esposo, ampliado y percibido como a través de una lupa psíquica, no hacía más que contemplar el rostro de su propia sombra, de su opuesto enajenado. «¡La osadía de ese cabronazo, de pretender que yo no vaya a la facultad de derecho!»
Debido a que, en lugar de enfrentarse a su opuesto, Ann lo proyectaba, el opuesto tenía en realidad la última palabra; Dios sabe durante cuánto tiempo, por lo menos en lo que a su conducta se refiere, Ann rechazó el derecho y no hizo la carrera. Cuando por fin quedó claro que, a decir verdad, a su esposo le encantaba la idea, Ann se quedó con su proyección en el aire.
Si en ese momento tiene el buen sentido de enfrentarse por fin a su opuesto, por primera vez estará en condiciones de evaluar de un modo consciente y realista los pros y los contras de su deseo y tomar una decisión sensata. Sea cual fuere su decisión, la tomará libremente y sin sentirse presionada.
El caso es que para tomar una decisión o elegir de forma válida, debemos ser plenamente conscientes de ambos bandos, ambos opuestos, y si una de las alternativas es inconsciente, es probable que nuestra decisión esté lejos de ser sensata.
En todas las áreas de la vida psíquica, como lo demuestran este ejemplo y todos los demás de este capítulo, debemos enfrentarnos a nuestros opuestos y recuperarlos, lo que no significa necesariamente actuar en los mismos, sino sólo ser conscientes de su existencia.
Conforme uno se enfrenta progresivamente a sus opuestos, cada vez es más evidente -y esto es algo en lo que no nos cansamos de insistir- que, dado que la sombra es una faceta real e integral del ego, todos los «síntomas» y molestias que ésta parece infligirnos son en rea1idad síntomas y molestias que nos infligimos a nosotros mismos, por mucho que protestemos conscientemente de lo contrario.
Es verdaderamente como si yo, por ejemplo, me propinara adrede dolorosos pellizcos, pero sin proponérmelo. Sean cuales fueren los síntomas en dicho nivel -culpabilidad, miedo, angustia, depresión-, todos son, de un modo u otro, consecuencia estricta de mis pellizcos «mentales».
Y esto significa ineludiblemente que, por increíble que parezca, tengo tanto deseo de que el doloroso síntoma en cuestión, sea cual fuere su naturaleza, permanezca, como de que desaparezca.
Por consiguiente, el primer opuesto al que uno puede intentar enfrentarse es el deseo secreto de la sombra de mantener y conservar dichos síntomas, ese deseo inconsciente de pellizcarse a uno mismo.
Además, permítasenos la audacia de sugerir que, cuanto más absurdo le parezca esto a un determinado individuo, más desvinculado está de su propia sombra, de esa parte de sí mismo responsable de los pellizcos.
Por consiguiente, preguntarse «¿cómo puedo librarme de dichos síntomas?» equivale a emprender desde el primer mo¬ento el camino equivocado, ya que sugiere que no es uno mismo quien los produce.
Sería como preguntarse «¿cómo puedo dejar de pellizcarme?».
Mientras uno se pregunte cómo dejar de pellizcarse, mientras intente dejar de hacerlo, es evidente que no se habrá dado cuenta de que es uno mismo quien se pellizca.
En estas circunstancias, el dolor persiste o incluso aumenta.
Si uno se da claramente cuenta de que se está pellizcando a sí mismo, no se pregunta cómo dejar de hacerlo, ¡para inmediatamente! Hablando claro, la razón por la que el síntoma no desaparece es precisamente el hecho de que uno intente hacerlo desaparecer.
Ésta es la razón por la que Perls afirma que mientras uno persista en luchar contra un síntoma, lo que hace es empeorarlo.
El cambio deliberado nunca funciona, porque excluye la sombra.
Así pues, el problema no está en eliminar un síntoma, sino en procurar deliberada y conscientemente incrementarlo, experimentarlo plenamente.
Si está deprimido, procure deprimirse todavía más. Si está tenso, intente incrementar más su tensión. Si se siente culpable, procure literalmente aumentar su sensación de culpabilidad.
De ese modo, uno reconoce e incluso se, solidariza por primera vez con su propia sombra, pasando a hacer conscientemente lo que hasta entonces ha hecho inconscientemente.
Cuando uno, a nivel de experimento personal, invierte conscientemente la totalidad de su propio ser en la producción activa y deliberada de los síntomas en cuestión, en realidad habrá reunido su persona con su sombra. Uno se habrá puesto conscientemente en contacto con sus opuestos, solidarizándose con los mismos y, en resumen, redescubriendo su propia sombra.
De modo que lo que debemos hacer es incrementar conscientemente cualquier síntoma presente, hasta llegar a darnos plenamente cuenta de que somos nosotros mismos quienes lo generamos y siempre lo hemos generado, en cuyo momento seremos, por primera vez, espontáneamente libres de detenerlo.
Al igual que cuando Max vio claramente que era él mismo quien generaba la tensión, y entonces -y sólo entonces- gozó de libertad para pararla.
Si uno logra incrementar su sensación de culpabilidad, de pronto y de un modo extraordinariamente espontáneo se da cuenta de que también puede decrecerla.
Si uno es libre de deprimirse, también lo es de no hacerlo.
Mi padre tenía un remedio infalible para el hipo, que consistía en sacar un billete de veinte dólares y exigirle a cambio a la víctima que parara inmediatamente. Asimismo, la angustia tolerada deja de ser angustia y el modo más fácil de conseguir que una persona deje de estar tensa consiste en desafiarla a que se tense tanto como pueda.
En todos los casos, al adherir la conciencia a un síntoma determinado, se libra uno de dicho síntoma.
Sin embargo, a uno no debe preocuparle que el síntoma desaparezca o que no lo haga; desaparecerá, pero a uno no debe preocuparle.
La utilización de los opuestos con el solo propósito de eliminar un síntoma equivale a condenarse de antemano al fracaso.
En otras palabras, no se trata de manipular los opuestos a medias tintas y verificar ansiosamente si el síntoma ha desaparecido.
Si uno se oye a sí mismo diciendo «he intentado empeorar mi síntoma, pero todavía no ha desaparecido y ojalá lo hiciera», significa que no ha llegado siquiera a ponerse en contacto con la sombra y que se ha limitado a expresar ciertas buenas intenciones para aplacar a los dioses y a los demonios.
Hay que convertirse en dichos demonios, hasta que con toda la fuerza de su atención consciente uno produzca, genere y retenga deliberadamente sus síntomas.
Por consiguiente, sobre todo al principio, cada vez que uno sienta que se desliza de nuevo hacia un intento deliberado de silenciar algún síntoma, erradicado o ignorado, debe acudir a su opuesto, retener el síntoma, incrementarlo, expresarlo, interpretarlo.
Es como si uno comenzara a caerse de la bicicleta y, contra sus mejores instintos, al inclinarse en dirección de la caída, la bicicleta milagrosamente se enderezara. Tropezamos constantemente con nuestros «síntomas» por la simple razón de que tomamos la dirección equivocada.
Así pues, si el primer error consiste en intentar eliminar el síntoma, el segundo es el de intentar no eliminarlo, a fin de eliminarlo.
Insistimos, por consiguiente, en que a uno no debe preocuparle, ni siquiera debe albergar la esperanza de que el síntoma desaparezca.
Esto, como hemos visto, en todo caso no es más que media verdad. Lo que debemos hacer es concentrarnos única y exclusivamente en la experimentación y vivencia del síntoma, el contacto con la sombra, el enfrentamiento de los opuestos, y entonces -sin presión alguna por nuestra parte y a su debido tiempo- el síntoma desaparecerá espontáneamente.
Y esto se debe sencillamente a que la psique es un sistema espontáneamente autoorganizador que, al recibir por fin la información correcta sobre lo que la está pellizcando, lo para automáticamente.
El juego de los opuestos, y el hecho de responsabilizarse de la propia sombra y de los síntomas constituyen esencialmente el primer paso. Y conforme los opuestos pasan a ser cada vez más conscientes -amor y odio, agrado y desagrado, buenas y malas cualidades, emociones positivas y negativas- y los síntomas más experimentados -estados de ánimo y temores, temblores y estremecimientos, depresiones y angustias-, el individuo puede pasar, si es necesario, al segundo paso e invertir la dirección de las proyecciones, siguiendo las líneas generales indicadas en este capítulo, según sean estas cualidades positivas o negativas, o emociones positivas o negativas.
Por regla general, este segundo paso sólo es necesario con las emociones proyectadas, pero no con las cualidades; es decir, que hay que invertir la dirección de la proyección.
En términos generales, esto se debe a que las emociones no son sólo cualidades, sino cualidades con una dirección. De modo que cuando proyectamos una emoción determinada, no sólo expulsamos de nuestro interior la cualidad de dicha emoción, sino que también invertimos su dirección.
Por ejemplo, si proyecto una emoción positiva como el interés, no sólo proyecto la cualidad propia de dicho interés (y, por consiguiente, me considero ausente de dicha cualidad), sino que también invierto su dirección, de modo que en lugar de observar a los demás tengo la sensación de que son los demás quienes me observan.
O si proyecto mi deseo sexual hacia alguien, me desprendo de la cualidad e invierto su dirección, de forma que en lugar de excitarme sexualmente ante la persona en cuestión, tengo la sensación de que se propone violarme. O si proyecto mi ímpetu me siento apático, e impulsado y presionado por todos los demás. Lo mismo ocurre con las emociones negativas: «rechazo a los demás» se convierte en «los demás me rechazan»; «odio el mundo» se convierte en «el mundo me odia»; «tengo ganas de pelear» se convierte en «todo el mundo se mete conmigo».
Al proyectar la cualidad de la emoción tenemos la sensación de carecer de ella «no siento odio alguno» y al mismo tiempo invertimos su dirección «¡pero él me odia a muerte!».
En resumen, cuando proyectamos una emoción invertimos también su dirección.
De modo que al entrar en contacto con mis síntomas e intentar deliberadamente identificarlos, debo recordar que cualquier síntoma determinado -si su núcleo es emotivo- es la forma visible de una sombra, que no sólo contiene la cualidad opuesta sino la dirección contraria.
Así pues, si estoy profundamente afectado y ofendido «debido a» lo que cierto individuo me ha dicho y ello me produce un fuerte sufrimiento -a pesar de que, a nivel consciente, no siento más que afecto por dicho individuo-, lo primero de lo que debo darme cuenta es de que yo soy el autor de lo que está ocurriendo, de que estoy literalmente torturándome a mí mismo. Después de responsabilizarme de mis propias emociones, estoy ahora en condiciones de invertir la dirección de la proyección y ver que mi sensación de atormentado es precisamente mi propio deseo de atormentar al individuo en cuestión.
«Me siento injuriado por ese individuo», a fin de cuentas se traduce correctamente por «deseo injuriar a ese individuo». Esto no significa que vaya a pegarle una paliza; el hecho de ser consciente de mi ira basta para la integración (aunque quizá me apetezca desahogarme aporreando una almohada).
El caso es que mi síntoma de sufrimiento no sólo refleja la cualidad opuesta, sino también la dirección inversa. Por consiguiente, tendré que responsabilizarme tanto de la ira (que es la cualidad opuesta de mi afecto consciente en cuanto al individuo en cuestión), como del hecho de que la propia ira va de mí hacia él (que es lo opuesto de mi dirección consciente).
Por consiguiente, en el caso de la proyección de emociones, lo primero de lo que debemos darnos cuenta, en cierto sentido, es de que lo que creíamos que nos estaba haciendo el medio ambiente, en realidad nos lo hacemos nosotros mismos, nos estamos literalmente atormentando a nosotros mismos; y a continuación, por así decirlo, darnos cuenta de que, a decir verdad, se trata de nuestro propio deseo solapado de atormentar a los demás.
De acuerdo con la proyección de cada uno, sustitúyase el «deseo de atormentar a los demás» por el deseo de amar, odiar, tocar, crear tensión, poseer, observar, asesinar, abrazar, capturar, rechazar, ofrecer, tomar, jugar, dominar, engañar o ensalzar. Rellene cada uno el espacio en blanco o, mejor dicho, deje que su sombra lo rellene.
Ahora bien, este segundo paso correspondiente a la inversión es absolutamente esencial. Si la emoción no se descarga plenamente en la dirección correcta, uno no tarda en caer de nuevo en la costumbre de dirigirla contra sí mismo. De modo que cuando uno establece contacto con una emoción, como la ira, siempre que empiece a dirigirla de nuevo contra sí mismo debe activar la dirección opuesta.
¡Inviértala! Ahora depende de usted: pellizcar o ser pellizcado, observar o ser observado, rechazar o ser rechazado. .
Recuperar nuestras proyecciones es algo más sencillo -aunque no necesariamente más fácil- cuando se trata de cualidades, rasgos o ideas proyectadas, debido a que carecen en sí de dirección, o por lo menos no es tan pronunciada y activa como la de las emociones.
Por el contrario, las cualidades tanto positivas como negativas, como la sabiduría, el valor, el rencor, la malicia, la tacañería, etcétera, parecen ser relativamente más estáticas. Por consiguiente, sólo tenemos que preocuparnos de la cualidad propiamente dicha, sin pensar excesivamente en su dirección.
Claro que cuando estas cualidades han sido proyectadas, puede que reaccionemos ante ellas de un modo emotivamente violento, a continuación de lo cual tal vez proyectemos dichas reacciones emocionales, reaccionemos ante las mismas y así sucesivamente en un vertiginoso torbellino de acumulación de sombras.
Además, es perfectamente posible que las cualidades o ideas no se proyecten, a no ser que estén emocionalmente cargadas. Sea como fuere, es posible conseguir una reintegración considerable, simplemente considerando por sí mismas las cualidades proyectadas.
Como de costumbre, al igual que en el caso de las emociones proyectadas, los rasgos proyectados serán aquellos que «vemos» en los demás, que no sólo nos informan sino que nos afectan poderosamente.
Lo normal es que se trate de las cualidades que imaginamos que otro posee y que nosotros aborrecemos profundamente; suelen ser esas cualidades que tenemos tanto empeño en señalar y condenar violentamente. Poco importa que no hagamos más que lanzar nuestros vituperios contra el área negra de nuestro propio corazón, con la esperanza de desendemoniarlo.
Ocasionalmente, las cualidades proyectadas serán algunas de nuestras propias virtudes, por lo que nos apegamos a aquellos a quienes atribuimos nuestras bondades, a menudo protegiendo y monopolizando febrilmente a la persona elegida.
La fiebre procede, evidentemente, del poderoso deseo de conservar ciertos aspectos de nosotros mismos.
A fin de cuentas, hay proyecciones para todos los gustos.
En todo caso, estas cualidades proyectadas -al igual que las emociones- serán siempre las opuestas a aquellas que conscientemente imaginamos poseer.
Sin embargo, al contrario de las emociones, estos rasgos carecen en sí mismos de dirección y, por consiguiente, su integración es sencilla.
Al dar el primer paso en relación con los opuestos, uno descubrirá que lo que ama o aborrece en los demás no son más que cualidades de su propia sombra.
No se trata de una relación entre yo y otros, sino entre yo y yo. Al establecer contacto con nuestros opuestos, lo hacemos con la sombra y, al comprender de ese modo que nos estamos pellizcando a nosotros mismos, dejamos de hacerlo.
Dado que los rasgos proyectados carecen en sí de dirección, para su integración no es necesario dar el segundo paso de la inversión.
De ese modo, gracias a la entrada en escena de nuestros opuestos, otorgándole a la sombra el tiempo que le corresponde, acabamos por ampliar nuestra identidad -y, por consiguiente, nuestra responsabilidad- a todos los aspectos de la psique y no sólo a nuestra empobrecida persona.
Así, la brecha entre la persona, la sombra se «remienda y unifica», gracias a lo cual evoluciona espontáneamente una autoimagen fidedigna y, por consiguiente, aceptablemente unitaria, es decir, una fiel representación mental del conjunto de mi organismo psicosomático. Así se integra mi psique; así desciendo del nivel de la sombra al del ego.
La mayoría de las «psicoterapias» desarrolladas en Occidente van primordialmente encaminadas a descender al nivel egoico y trabajar en el mismo; de un modo u otro, se ocupan del dualismo/represión/proyección cuaternario, del denominado conflicto intrapsíquico: integrando la sombra, independientemente de cómo haya sido concebida. A nuestro estilo esquemático, sugerimos que a pesar de sus numerosas diferencias de forma, estilo y contenido, y a pesar de sus diferencias en eficacia aparente, se ocupan todas esencialmente del cuarto dualismo principal, con el propósito de «convertir en consciente lo inconsciente», «reforzar el ego», desarrollar una autoimagen fidedigna, etcétera.
Ciertos aspectos de la terapia Gestalt, la psicología psicoanalítica del ego, la terapia de la realidad, la terapia racional, el análisis transaccional, el psicodrama, la plétora de psicologías egoicas -por nombrar sólo unas cuantas- proponen la confrontación de la sombra, para acabar recuperando su posesión y ver de ese modo aquello de lo que antes no éramos capaces: a un amigo en el viejo enemigo.
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